Un huracán de ritmo y blues sacudía las estructuras de Norteamérica. En Inglaterra contemplaban este fenómeno con las orejas muy abiertas: las emisoras de radio comenzaron a emitir rock, se crearon sellos discográficos especializados, se abrieron garitos para tocar en directo. Si eras joven y no querías ser como Elvis es que estabas muerto.
El 2 de agosto de 1961 The Beatles debutaron en un antro llamado The Cavern tocando rock and roll al estilo británico. Once meses más tarde los Rolling Stones se presentaban en el Marquee londinense. Los primeros sintonizaron de inmediato con el público y con las listas de éxito convirtiéndose en una leyenda: "Somos más conocidos que Jesucristo", aulló John Lennon mucho antes de ser tiroteado en el pecho. Los segundos subieron el volumen de sus amplificadores, encendieron unos porros y apostaron por mantener un sonido negroide y constantes problemas con la ley y la moral: los Stones eran los chicos malos, sus satánicas majestades, y estaban ahí para recordarnos que el rock traía problemas.
Al reclamo del sexo, las drogas y el rock and roll se apuntaron decenas de bandas británicas con personalidad propia, y con líderes muy definidos: los Them de Van Morrison, los Animals de Eric Burdon, los Kinks de Ray Davis... Y los Yardbirds, una fábrica de crear guitarristas (Eric Clapton, Jimmy Page y Jeff Beck), que pontificaban sobre el instrumento con el que se construyó el rock y sobre los doce compases que le dieron sentido.
En Estados Unidos se mantuvieron fieles a sus raíces. Los negros, con una discográfica llamada Tamla Motown como bandera, vieron crecer a estrellas del calibre de Marvin Gaye, Stevie Wonder, Otis Reading, Ray Charles o Sam Cooke. Motown nació como empresa familiar y, a lo largo de más de un centenar de números uno en las listas norteamericanas, creó un sonido propio perfectamente identificable donde se compaginaban la comercialidad y la calidad. Bautizada como La Fábrica de Éxitos, es un ejemplo de discográfica coherente.
Mientras tanto, los blancos apostaron por revisar el folklore y confiar el futuro de la música popular a un genio de carácter agrio y talento infinito: Robert Allen Zimmerman, más conocido como Bob Dylan, el hombre incapaz de escribir una canción mediocre. Dylan reinventó el folk y sembró poesía en el rock. Su concierto en el Festival de Newport en 1965, empuñando una guitarra eléctrica, le enfrentó a los puristas del folk, que un año después llegaron a interrumpir su legendaria actuación en el Royal Albert Hall al grito de "¡Judas!". Había nacido el cantautor eléctrico, y la lista de aquellos que siguieron su pasos ha sido tan larga como jugosa: Neil Young, John Fogerty, Bruce Springsteen, Jackson Browne, Steve Earle, Steve Forbert...
La música como catalizador ideológico y como distribuidor de sueños. Corría 1967 y quedaban arrinconados los impulsos rebeldes del primer rock and roll en favor de una propuesta de revolución social basada en la paz, el amor... y las flores. Los hippies lucharon por un mundo mejor mientras escuchaban a The Doors, a Janis Joplin, a Jimmy Hendrix, a Jefferson Airplane, a Grateful Dead... El LSD era la droga de moda y la Costa Oeste californiana el paraíso.
"Vive deprisa, muere joven y tendrás un cadáver bien parecido", acostumbraba a decir Mick Jagger citando a Truman Capote. Los abusos y la vida salvaje se cobraron numerosas víctimas, nombres ilustres en la crónica negra del rock. El primero fue Buddy Holly, pero los más llorados tenían por apellidos Hendrix, Jones, Joplin, Morrison... Todos ellos participaron en los grandes festivales al aire libre que marcaron esas fechas y dieron a la música en directo una gran importancia, tanto en el ámbito sonoro como en el de acontecimiento social. Isla de Wight (31 de agosto y 1 de septiembre del 68) y Woodstock (15-17 agosto del 67) fueron conciertos multitudinarios en los que se reunieron más de 500.000 y de 450.000 personas, respectivamente. Meses después el New York Times reconocía en un editorial que el rock se había convertido en el arte actual más popular, vital y creativo.
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